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1. Introducción
Los seres humanos son, por naturaleza,
entes sociales; individuos que necesitan
construir y mantener, lo más estable posible,
las comunidades donde se desarrollan. Por
eso, los hombres se preocupan por establecer
relaciones interpersonales sanas. Estas se
concretizan, fundamentalmente, por medio de la
comunicación. Así que, la comunicación, tanto
oral como escrita, es la principal actividad para
el logro de esta misión social.
Antes de apuntar a nuestro objeto de estudio,
se hace necesario asentar algunas diferencias
entre la oralidad y la escritura. La primera
se caracteriza por ser menos planicada;
regularmente, se fundamenta en la improvisación
y en la adecuación contextual. En tal sentido, los
hablantes evalúan el entorno espacial y temporal
donde deben presentar sus discursos. Además,
el acto comunicativo oral recibe respuesta, la
mayoría de las veces, de manera inmediata. Esto
último porque esta actividad se realiza con la
participación de dos o más voces (Borioli, 2019).
Otra característica de este tipo de comunicación
es su volatilidad. Una vez nalizada, gran parte
de la información compartida se pierde porque
la capacidad para almacenarla de la mayoría de
los hablantes es bastante limitada (Andrade et
al., 2020).
La comunicación escrita, por su parte, presenta
menos improvisación, mejor dicho, es una
actividad que tiende más a la planicación. De
igual forma que en la oralidad, quien redacta un
texto necesita considerar, entre otros aspectos,
la adecuación, coherencia y cohesión de su
escrito (Cassany, 1989). Aunque en la escritura
no se recibe una respuesta inmediata, es
importante que se reexione en las posibles
reacciones de los lectores. Esto permitirá que
quien escribe pueda presentar un mensaje
más completo y ecaz (Martínez, 2002). Una
última condición de la comunicación escrita es
la corrección gramatical. La violación de las
normas ortográcas y tipográcas son más
perceptibles en la escritura que en la oralidad
y pueden desviar el propósito comunicativo del
mensaje (Cassany, 1989).
A partir de estas diferencias, se hace evidente
que la adquisición y desarrollo de la competencia
de comunicación escrita resulta más difícil que
la oral. “La escritura es una tarea muy compleja
y se considera que es la herramienta a través
de la cual se ponen en funcionamiento los
procesos cognitivos que forman el conocimiento
del mundo, (…)” (Rodríguez et al., 2018, p.
304). En esa misma tesitura, es importante que
el que escribe decida cuál es el plan a seguir
para resolver las limitaciones o los problemas
que puedan surgir antes y durante el proceso de
redacción (Flower y Hayes, 1996).
Estas problemáticas, por lo general, se derivan
de factores lingüísticos y extralingüísticos. Estas
limitaciones se vinculan, casi siempre, a “(...)
la formación escolar previa, el capital cultural
o las habilidades cognitivas de los estudiantes
(...)” (Tovar, 2019, p. 70). Por su parte, Alvarado
(2019) considera que otras dicultades que
restringen la producción de textos son: “(…) la
falta de entrenamiento o instrucción, insuciente
bagaje cultural, la falta de conocimiento sobre
el tema que se desea escribir, el dominio de
las normas gramaticales, (…)” (p.5). Estas
condiciones afectan, considerablemente, el
desarrollo de procesos escriturales dentro y
fuera de la academia, provocando, también, un
alejamiento o animadversión por parte de los
aprendices, debido a que, la imposibilidad de
completar las tareas de escritura propuestas
por sus docentes hace que estos se frustren y
abandonen los proyectos o acudan al plagio.
Desde el punto de vista sociocultural, la
construcción de un discurso coherente es
considerada como una práctica que se sitúa
en un determinado contexto social, cultural e
histórico. “La escritura como práctica permite
entender mejor que existen diferentes escritores
y trayectorias, culturas y lenguas, contextos y
usos, y estas prácticas diversas corresponden a
escrituras distintas” (Navarro et al., 2018, p.13).
Por lo que, para la producción de textos orales y
escritos, no solo son necesarias las habilidades
gramaticales de los usuarios de la lengua, sino
también, el dominio de lo que los sociolingüistas
denominan gramática social. Se trata, entonces,
de reconocer las normas de la lengua, saber
aplicarlas a diferentes situaciones discursivas y,
sobre todo, comprender el contexto sociocultural
donde se pretende presentar dicho mensaje
(Moreno, 2005).
Todo lo expuesto anteriormente exige recordar
que una las principales metas de todo sistema
educativo es la formación de sujetos autónomos,
personas capaces de criticar y autocriticarse. Por
tanto, la educación actual persigue el desarrollo
de capacidades a través del modelo educativo
basado en competencias. Este enfoque
propone centrar todo el proceso de enseñanza
aprendizaje en el alumno. De manera que este
pueda, mediante ejercicios prácticos, reales
o simulados, adquirir las competencias que
necesita para subsistir.