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Ahora bien, este texto propone profundizar en la memoria artificial a través de un recurso concreto:
el arte de la memoria. Este no solo activa la memoria natural mediante repeticiones sistemáticas que
implican a la memoria artificial, sino que descansan sobre un método particular en donde imagen,
espacio y memoria confluyen. Cabe mencionar que, en este contexto, el término memoria se
refiere a sistemas artificiales de memorización, de modo que es necesario establecer una distinción
conceptual entre memoria natural y memoria artificial. Al respecto, Bernabéu (2017) plantea:
La primera es la capacidad innata que todo ser humano posee para recordar; mientras que
la segunda se trata de una memoria fortalecida a través de mecanismos que hacen posible
acrecentar el poder de almacenamiento que tiene la memoria natural. (p. 19)
La oralidad y la memoria, en el sentido más amplio del término (que abarca tanto la memoria individual
como la memoria social o colectiva) van entrelazadas con el propio devenir de la civilización humana.
La oralidad era el modelo de transmisión del conocimiento de las sociedades previas al surgimiento y
consolidación de la escritura. Es razonable suponer que, al ser el medio por excelencia, se trabajara
arduamente en su fortalecimiento artificial, de allí el auge de métodos como el arte de la memoria,
que tuvo un camino amplio tras su origen en la Grecia clásica.
En el ámbito de la enseñanza, que no es más que una parte de la paideia ( … ), la recitación
constituyó durante largo tiempo el modo privilegiado de transmisión, controlado por educadores, de
textos considerados, si no como fundadores de la cultura enseñada, al menos como prestigiosos,
en el sentido de textos que sientan cátedra, crean autoridad. (Ricœur, 2000, p. 85)
Es significativo observar que, en la enseñanza occidental, así como la memorización ha sido
denostada en las últimas décadas (Coronado, 2018; Díaz, 2017), la oralidad como medio de
aprendizaje también ha quedado relegada a un segundo plano respecto de la escritura desde
mucho antes (Díaz, 2017). Con el desarrollo de la cultura escrita, que se gestó desde la invención
del alfabeto y alcanzó su apogeo tras la invención de la imprenta, se produjo un cambio de papeles
en la enseñanza-aprendizaje: la escritura asumió el papel central en la producción y difusión del
conocimiento, función que previamente tenía la oralidad en su ejecución retórica (Cardona, 1991).
Así fue como la oralidad pasó a ser un componente complementario de la escritura y no a la inversa,
como ocurría, por ejemplo, en la Grecia clásica, donde, aunque se recurría a la escritura, no se le
concebía como el recurso por excelencia (Havelock, 2008). Así es cómo la oralidad pasó a ser un
elemento complementario, el simple medio de “salida” de la escritura, lo que generó que la enseñanza
dejara de fomentar una oralidad estructurada y compleja en el estudiantado (Abascal, 2002).
No obstante, durante el siglo XXI, las propuestas o modelos educativos han vuelto su atención
sobre el papel de la oralidad (Abascal, 2002). Los nuevos estudios sobre alfabetización académica,
de los que Carlino (2013) es referente clave, han generado una revisión crítica sobre las prácticas
discursivas generales en la formación educativa de la enseñanza universitaria, lo que ha dado lugar
a una relación más igualitaria entre la oralidad y la escritura. Así, en los últimos años, la oralidad ha
vuelto a ser considerada parte esencial en el desarrollo del estudiantado, no solo como un añadido o
complemento de la escritura, sino como un elemento con valor cognitivo y sociocultural autónomos.
Ambas deben concebirse como prácticas que evolucionan, es decir, no se trata de habilidades que
se aprenden en una etapa concreta, sino que van configurándose según los niveles educativos,
incluso profesionales (Carlino, 2013).